martes, 19 de noviembre de 2013

De huelgas y estudiantes

          Se ha convocado para mañana una huelga de estudiantes contra la última reforma educativa que se ha sacado de la manga el ministro Wert. Todas las leyes educativas de este país están abocadas al fracaso y suponen un rejón desmoralizante en las maltrechas espaldas de los docentes. Los maestros y los profesores saben que no existe la receta infalible contra el fracaso escolar o, mejor dicho, saben que no sirve para nada una receta política para mejorar un asunto exclusivamente educativo. Los dirigentes parecen empeñados en ganarse la aprobación de los padres -y su voto- a base de golpes de talón y de guiños igualitarios, de un lado, o a base de reglazos y de rigidez, de otro; y todos con la catetez que supone la luz deslumbrante y cegadora de las nuevas tecnologías y la Escuela 2.0 y estupideces por el estilo, como si los alumnos fueran programas operativos y los docentes tan hipócritas como los políticos.
          En los últimos tiempos los políticos se han empeñado no en mejorar la educación, sino en esconderla en el desván cuando llegan las visitas europeas, como si fuera una silla vieja de la que avergonzarse. Y al mismo tiempo han exigido a los docentes que se esfuercen no por mejorar la educación, sino por mejorar los resultados, utilizando para ello todo lo que se encuentra a disposición del sistema administrativo: el soborno de los planes de incentivos, el trabajo ingente, inútil y kafkiano impuesto por los diferentes servicios de inspección, el abandono ante las reclamaciones que se multiplican en las delegaciones y consejerías, la deslegitimación ante los padres, ante los hijos y ante la sociedad completa. De hecho, han aprovechado esa deslegitimación para bajarle el sueldo a un colectivo -el de los funcionarios- que se merece todo lo malo que le pase y de lo que la colectividad, en su fuero interno, se alegra, por una envidia malsana, muy española, hacia el que ha prosperado en la vida gracias a su esfuerzo y su trabajo y no gracias a un pelotazo que apesta casi siempre, desde lejos, a inmoralidad.
          Mañana los alumnos se ponen en huelga porque se proclaman contrarios a la nueva ley educativa y lo hacen, también, por desinformación y porque Vicente va adonde va la gente, y también, digámoslo claro, por falta de educación, de capacidad crítica, de responsabilidad, para quedarse durmiendo hasta más tarde y ahorrarse un día de profesores coñazo y de lecciones teóricas, hacen huelga porque la oposición habla de pobres y de ricos, como si de verdad les importara, y porque Wert es capaz de mentir sin que se le mueva una pestaña. Wert no se merece una huelga, se merece una destitución, pero eso no ocurrirá jamás en un país donde roban todos los que pueden y tapan todos los que lo saben. Y la educación española no se merece unos políticos sin escrúpulos que aprovechan todo para obtener el llamado rédito político. Es difícil hacer algo útil cuando lo realmente útil sería que en el Congreso de los Diputados, de una vez por todas, hablaran como personas de bien interesadas en el bienestar de España, y no como políticos, y sacaran adelante una ley que no fuera derogada en las próximas elecciones, cuando suba al poder el PSOE y se invente otra ley que será derogada en su momento por el PP y así hasta que logremos definitivamente que nadie sepa leer ni escribir, aunque acrediten su educación con títulos enmarcados y firmados por Su Majestad el Rey.  

domingo, 17 de noviembre de 2013

Un domingo por la tarde

      Creo que era en Ardor guerrero de Antonio Muñoz Molina donde el protagonista sufría un domingo de permiso de tiendas cerradas y calles sin gente, sin saber muy bien qué hacer, y hablaba de la imposibilidad de ser feliz un domingo por la tarde. Desde que leí aquella obra he tenido la sentencia precisa del ubetense como apoyo para explicarme este sentimiento de melancolía que me asalta muchas veces al atardecer. No hay una razón concreta, tan solo un abatimiento que va minando el espíritu hasta desparramarlo inexorablemente por todos los rincones del salón, obligándome a caminar como un alma en pena por mi propia casa, buscando por los rincones algún objeto, algún aliciente, que despierte de nuevo mi interés por la vida, por la acción, antes de rendirme a las sábanas y de entregarme a la esperanza vana de los lunes y del trabajo y de la vida cotidiana que incita a la actividad quizá un tanto irreflexiva.
      No sé si el conocimiento de esa imposibilidad de ser feliz un domingo por la tarde ha determinado muchas veces que me recate cuando los domingos no me afectan y disfruto de las tardes en los parques, con mis hijos corriendo y con las hojas cayendo lentamente a mis pies que las destrozan entre crujientes quejidos, como si fueran panes recién sacados del horno, o me encuentro envuelto en las palabras amigas de una charla fraternal, o en la lectura conocida de los libros que me gustan, o alargando el café con las palabras, o escribiendo como si no hubiera mañana y de verdad me ganara la vida a base de palabras. Esos días pienso en todos esos hombres que experimentan la imposibilidad de ser feliz un domingo por la tarde y me siento un poquito más triste. No sé si Muñoz Molina me hizo un favor explicándome cosas o me condenó a la melancolía dominguera.