Algunas veces se usa la literatura con fines
poco literarios y algunas veces las promociones para vender libros
emplean recursos burdos y obscenos. En este caso concreto, se ha querido
presentar la última novela del escritor ubetense como un alegato
político contra la memoria histórica o algo parecido. Es decir, a la
preocupación constante de los políticos por recuperar la dignidad de los
que fueron damnificados durante la guerra civil española, y durante la
posguerra, por el bando de los vencedores, se opone la recuperación del
pasado que hace Muñoz Molina, en la que Ignacio Abel, un convencido
ciudadano de izquierdas con dinero, a punto está de ser fusilado por
unos exaltados de su propio bando. Se concluye, por tanto, algo tan
obvio como que durante la guerra los dos contrincantes cometieron
barbaridades.
Menos mal que la obra de
Muñoz Molina no es eso en absoluto. El padre de Lorencito Quesada
declaró en un programa de la televisión autonómica andaluza -"El público
lee"- que un novelista no escribe novelas para llamar la atención sobre
las diferencias sociológicas de culturas distintas ni para ninguna cosa
que no sea el mero hecho de crear literatura y de entretener al lector.
Limitar La noche de los tiempos a tan grosera obviedad sería una
tremenda injusticia, supondría no apreciar la destreza con la que el
novelista va introduciendo el tema político de manera tangencial a la
relación pasional entre Ignacio Abel y Judith Biely, supondría no
apreciar la descripción picassiana en la que se cuenta el desorden de un
ataque fascista como un nuevo Guernika, no apreciar el suspense en la
escena en que Ignacio Abel va a ser fusilado, aunque se sabe de antemano
que no morirá, o no apreciar la manera tan sutil en la que, poco a
poco, a través del recuerdo, el protagonista va recuperando el pasado
mientras viaja en tren por tierras norteamericanas.
He
comenzado a leer las últimas obras de Muñoz Molina con cierta
desconfianza, con algunos prejuicios, con la impresión de que no
descubriría nada nuevo. Sin embargo, conforme ha avanzado la lectura de El viento de la luna, Días de diario o La noche de los tiempos,
la historia ha ido acogiéndome en su regazo, el narrador me ha hablado
personalmente, con complicidad, y me ha contado detalles de la vida de
personajes de los que no sabía nada desde hacía años. Resulta que
Mariana Ríos, antes de morir desgraciadamente por culpa de una bala
perdida, había estado trabajando para la república y se había
relacionado con Ignacio Abel.
En la
cubierta posterior del libro se habla de la valentía de Muñoz Molina.
Mostrar que las dos facciones de un conflicto bélico comparten una dosis
alta de culpa no es valentía, es sentido común. La valentía de Muñoz
Molina reside en el hecho de mantenerse fiel a su estilo -lento,
sinuoso, repetitivo, de periodos largos, de narrar pausado- y a sus
temas preferidos -la memoria, la desorientación y la crisis de
identidad, el amor, el análisis de la realidad- sin perder la capacidad
de entretener, que se mantiene intacta.
os escritores noveles se plantean en muchos momentos de su soledad y,
a veces, desesperación, para quién escriben. Yo no soy una excepción.
Hasta la irrupción de las nuevas tecnologías, escribía para un amigo que
leía mis poemas con paciencia y comprensión. Después de la sentencia
"para lo bueno y para lo malo" -y mucho antes incluso- la pobre mujer,
que tiene el humor de seguir aguantándome, se convirtió en la lectora de
mi ingente y genial obra. El abanico de mis lectores se amplió cuando,
en la facultad, comencé a compartir mi afición con otros aficionados.
Hasta ese momento todas las personas que habían leído o escuchado alguna
vez mis poemas podían contarse con los dedos de la mano y, quizá,
alguno del pie.
Harto de esta
situación minoritaria decidí, en un gesto de largueza y generosidad,
escribir para el mundo y permitir que el mundo entero conociera mi obra:
creé un blog. El contador subía como la espuma y comprendí, en ese
instante preciso, que debía dejar de visitar mi página diez veces al
día. Aprendí a relajarme y a esperar que mis lectores descubrieran mi
gran obra. No sé hasta cuándo hay que esperar. Soy nuevo en esto. Lo
cierto y verdad es que, como antes de que Internet entrara en mi vida,
tengo los mismos lectores que cuando enseñaba los manuscritos a mis
amigos, aunque existe una diferencia: mis amigos no tienen que sufrir
mis persecuciones y pueden, de vez en cuando, fingir que me leen.
Una
amiga novel, como yo, me preguntó un día, con cierta ingenuidad, si yo
pensaba en los lectores cuando escribía. Mi respuesta fue inmediata y
más ingenua todavía: pienso en a ver si los tengo. Después me di cuenta
de que la cosa era más profunda y que iba sobre si escribo con un estilo
sencillo de manera que sea fácilmente comprensible o si, por el
contrario, empleo un estilo oscuro para que nadie me entienda, para
obligar al lector a esforzarse. Bien mirado, más vale no tentar a la
suerte, apretándole las tuercas a mis lectores, no sea que se cansen de
esforzarse por entenderme, más vale que todo sea facilito y sin muchas
cosas raras.
Esta
pregunta se la han planteado muchos escritores de renombre a lo largo
de la historia. Naturalmente el "para quién escribo" no tiene el mismo
sentido para mí, escritor novel, que para Vicente Aleixandre, aunque
también sea un escritor Nobel. El tenía la posibilidad de elegir sus
lectores y decidió que no escribía para los que lo leían, sino "acaso
para los que no me leen". Yo, por el contrario, si continúo escribiendo y
aún el desánimo no me ha podido, es precisamente porque escribo, acaso,
para lo que sí me leen. En fin, después de este periplo literario,
sigo, como al principio, contando a mis lectores con los dedos de la
mano y, quizá, alguno del pie.