martes, 18 de junio de 2013

Antiguos compañeros

    Por razones de supervivencia, el ser humano se acostumbra y habitúa a vivir de una determinada manera: levantándose a las 7 de la mañana para dar clases en un instituto o a las 2 de la tarde después de haber estado de guardia en una farmacia o en un hospital o sirviendo copas; llevando a los niños al parque o al colegio o sacando al perro; cenando con la pareja o buscando parejas nuevas cada noche; viendo la televisión o leyendo o surfeando por internet.
    Estos hábitos, que no son más que eso, se transforman un buen día en una tela opaca que impide que la luz de lo diferente nos deslumbre y, en ese momento, esos hábitos dejan de serlo y se convierten en una necesidad o en una condena elegida hace tanto tiempo que olvidamos que la elegimos.
    Entonces, cuando más convencidos estamos de que las cosas no pueden ser de otra manera, ocurre algo que nos zarandea, nos sobrecoge y nos sume en un extraño sentimiento de nostalgia de lo que nunca hemos tenido, el anhelo de poder haber sido otra cosa.
    Hace unos días asistí a una cena de antiguos compañeros del colegio, a los que hacía veinte años que no veía o con los que hacía veinte años que no charlaba, para homenajear a nuestra maestra. Nos pusimos al día, comprobamos cómo el tiempo nos había tratado generosamente, por lo general, y descubrimos que seguíamos instalados en los 14 años, cerrando antiguas discusiones, antiguas historias de amor, viejas bromas, amables burlas. En esencia, éramos los mismos, seguíamos siendo igual de tímidos, de ingeniosos y espontáneos, de pícaros, de charlatanes, inquietos, cariñosos. En aquel ambiente tan agradable, bajo el cielo de junio, surgía una nota de nostalgia: ¿Cómo habrían sido nuestras vidas -mi vida- si hubiéramos alterado algunas de nuestras elecciones, si hubiéramos decidido declararnos o estudiar otra cosa o no estudiar, o ir hasta Mallorca en el viaje de fin de curso, o, simplemente, mantener un contacto más estrecho y cotidiano con aquellas personas que tanto nos influyeron en la infancia?
    Se puede vivir complacido en el presente, a gusto con lo que somos, felices con la vida que tenemos, pero la melancolía sabe tocar siempre los resortes necesarios para hacernos pensar en el otro que podríamos haber llegado a ser si, en un momento cualquiera del camino, hubiéramos tomado otra vereda, otro sendero.

viernes, 7 de junio de 2013

Invitación Presentación Mañana será nada







El próximo martes 11 de junio se presentará en la Casa de la Cultura de Los Palacios y Villafranca, a las 20.30

Vine a llevarme la vida por delante

Como todos los jóvenes vine a llevarme la vida por delante. Después de que el tiempo me alcanzara y el sentimiento de pérdida se convirtiera en una constante en mi vida, las metas han sido cada vez menos pretenciosas. Ya me conformo no con obtener los resultados esperados, sino con disfrutar mientras lo intento; no con saborear el triunfo en aquello que me propongo, sino con compartir con quien me quiere las mieles de la posible victoria. He descubierto, poco a poco, que lo que realmente me emociona y me satisface son los amigos que conservo desde la adolescencia y que esconden todavía en sus gestos la ingenuidad de quien no ha sido atravesado aún por la desdicha de la temporalidad. Lo que realmente despierta mi gratitud es la amistad que se va forjando de manera desinteresada entre gentes muy distintas, que son capaces de actuar de manera generosa y de aliviar el desamparo al que está condenada la estirpe humana. Como todos los jóvenes vine a llevarme la vida por delante. Conforme pasa el tiempo, sin embargo, me basta únicamente con evitar que la vida me lleve por delante.

Para quién escribo



Algunas veces se usa la literatura con fines poco literarios y algunas veces las promociones para vender libros emplean recursos burdos y obscenos. En este caso concreto, se ha querido presentar la última novela del escritor ubetense como un alegato político contra la memoria histórica o algo parecido. Es decir, a la preocupación constante de los políticos por recuperar la dignidad de los que fueron damnificados durante la guerra civil española, y durante la posguerra, por el bando de los vencedores, se opone la recuperación del pasado que hace Muñoz Molina, en la que Ignacio Abel, un convencido ciudadano de izquierdas con dinero, a punto está de ser fusilado por unos exaltados de su propio bando. Se concluye, por tanto, algo tan obvio como que durante la guerra los dos contrincantes cometieron barbaridades.
Menos mal que la obra de Muñoz Molina no es eso en absoluto. El padre de Lorencito Quesada declaró en un programa de la televisión autonómica andaluza -"El público lee"- que un novelista no escribe novelas para llamar la atención sobre las diferencias sociológicas de culturas distintas ni para ninguna cosa que no sea el mero hecho de crear literatura y de entretener al lector. Limitar La noche de los tiempos a tan grosera obviedad sería una tremenda injusticia, supondría no apreciar la destreza con la que el novelista va introduciendo el tema político de manera tangencial a la relación pasional entre Ignacio Abel y Judith Biely, supondría no apreciar la descripción picassiana en la que se cuenta el desorden de un ataque fascista como un nuevo Guernika, no apreciar el suspense en la escena en que Ignacio Abel va a ser fusilado, aunque se sabe de antemano que no morirá, o no apreciar la manera tan sutil en la que, poco a poco, a través del recuerdo, el protagonista va recuperando el pasado mientras viaja en tren por tierras norteamericanas.
He comenzado a leer las últimas obras de Muñoz Molina con cierta desconfianza, con algunos prejuicios, con la impresión de que no descubriría nada nuevo. Sin embargo, conforme ha avanzado la lectura de El viento de la luna, Días de diario o La noche de los tiempos, la historia ha ido acogiéndome en su regazo, el narrador me ha hablado personalmente, con complicidad, y me ha contado detalles de la vida de personajes de los que no sabía nada desde hacía años. Resulta que Mariana Ríos, antes de morir desgraciadamente por culpa de una bala perdida, había estado trabajando para la república y se había relacionado con Ignacio Abel.
En la cubierta posterior del libro se habla de la valentía de Muñoz Molina. Mostrar que las dos facciones de un conflicto bélico comparten una dosis alta de culpa no es valentía, es sentido común. La valentía de Muñoz Molina reside en el hecho de mantenerse fiel a su estilo -lento, sinuoso, repetitivo, de periodos largos, de narrar pausado- y a sus temas preferidos -la memoria, la desorientación y la crisis de identidad, el amor, el análisis de la realidad- sin perder la capacidad de entretener, que se mantiene intacta.
os escritores noveles se plantean en muchos momentos de su soledad y, a veces, desesperación, para quién escriben. Yo no soy una excepción. Hasta la irrupción de las nuevas tecnologías, escribía para un amigo que leía mis poemas con paciencia y comprensión. Después de la sentencia "para lo bueno y para lo malo" -y mucho antes incluso- la pobre mujer, que tiene el humor de seguir aguantándome, se convirtió en la lectora de mi ingente y genial obra. El abanico de mis lectores se amplió cuando, en la facultad, comencé a compartir mi afición con otros aficionados. Hasta ese momento todas las personas que habían leído o escuchado alguna vez mis poemas podían contarse con los dedos de la mano y, quizá, alguno del pie.

Harto de esta situación minoritaria decidí, en un gesto de largueza y generosidad, escribir para el mundo y permitir que el mundo entero conociera mi obra: creé un blog. El contador subía como la espuma y comprendí, en ese instante preciso, que debía dejar de visitar mi página diez veces al día. Aprendí a relajarme y a esperar que mis lectores descubrieran mi gran obra. No sé hasta cuándo hay que esperar. Soy nuevo en esto. Lo cierto y verdad es que, como antes de que Internet entrara en mi vida, tengo los mismos lectores que cuando enseñaba los manuscritos a mis amigos, aunque existe una diferencia: mis amigos no tienen que sufrir mis persecuciones y pueden, de vez en cuando, fingir que me leen.

Una amiga novel, como yo, me preguntó un día, con cierta ingenuidad, si yo pensaba en los lectores cuando escribía. Mi respuesta fue inmediata y más ingenua todavía: pienso en a ver si los tengo. Después me di cuenta de que la cosa era más profunda y que iba sobre si escribo con un estilo sencillo de manera que sea fácilmente comprensible o si, por el contrario, empleo un estilo oscuro para que nadie me entienda, para obligar al lector a esforzarse. Bien mirado, más vale no tentar a la suerte, apretándole las tuercas a mis lectores, no sea que se cansen de esforzarse por entenderme, más vale que todo sea facilito y sin muchas cosas raras.

Esta pregunta se la han planteado muchos escritores de renombre a lo largo de la historia. Naturalmente el "para quién escribo" no tiene el mismo sentido para mí, escritor novel, que para Vicente Aleixandre, aunque también sea un escritor Nobel. El tenía la posibilidad de elegir sus lectores y decidió que no escribía para los que lo leían, sino "acaso para los que no me leen". Yo, por el contrario, si continúo escribiendo y aún el desánimo no me ha podido, es precisamente porque escribo, acaso, para lo que sí me leen. En fin, después de este periplo literario, sigo, como al principio, contando a mis lectores con los dedos de la mano y, quizá, alguno del pie.

La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina

Algunas veces se usa la literatura con fines poco literarios y algunas veces las promociones para vender libros emplean recursos burdos y obscenos. En este caso concreto, se ha querido presentar la última novela del escritor ubetense como un alegato político contra la memoria histórica o algo parecido. Es decir, a la preocupación constante de los políticos por recuperar la dignidad de los que fueron damnificados durante la guerra civil española, y durante la posguerra, por el bando de los vencedores, se opone la recuperación del pasado que hace Muñoz Molina, en la que Ignacio Abel, un convencido ciudadano de izquierdas con dinero, a punto está de ser fusilado por unos exaltados de su propio bando. Se concluye, por tanto, algo tan obvio como que durante la guerra los dos contrincantes cometieron barbaridades.
Menos mal que la obra de Muñoz Molina no es eso en absoluto. El padre de Lorencito Quesada declaró en un programa de la televisión autonómica andaluza -"El público lee"- que un novelista no escribe novelas para llamar la atención sobre las diferencias sociológicas de culturas distintas ni para ninguna cosa que no sea el mero hecho de crear literatura y de entretener al lector. Limitar La noche de los tiempos a tan grosera obviedad sería una tremenda injusticia, supondría no apreciar la destreza con la que el novelista va introduciendo el tema político de manera tangencial a la relación pasional entre Ignacio Abel y Judith Biely, supondría no apreciar la descripción picassiana en la que se cuenta el desorden de un ataque fascista como un nuevo Guernika, no apreciar el suspense en la escena en que Ignacio Abel va a ser fusilado, aunque se sabe de antemano que no morirá, o no apreciar la manera tan sutil en la que, poco a poco, a través del recuerdo, el protagonista va recuperando el pasado mientras viaja en tren por tierras norteamericanas.
He comenzado a leer las últimas obras de Muñoz Molina con cierta desconfianza, con algunos prejuicios, con la impresión de que no descubriría nada nuevo. Sin embargo, conforme ha avanzado la lectura de El viento de la luna, Días de diario o La noche de los tiempos, la historia ha ido acogiéndome en su regazo, el narrador me ha hablado personalmente, con complicidad, y me ha contado detalles de la vida de personajes de los que no sabía nada desde hacía años. Resulta que Mariana Ríos, antes de morir desgraciadamente por culpa de una bala perdida, había estado trabajando para la república y se había relacionado con Ignacio Abel.
En la cubierta posterior del libro se habla de la valentía de Muñoz Molina. Mostrar que las dos facciones de un conflicto bélico comparten una dosis alta de culpa no es valentía, es sentido común. La valentía de Muñoz Molina reside en el hecho de mantenerse fiel a su estilo -lento, sinuoso, repetitivo, de periodos largos, de narrar pausado- y a sus temas preferidos -la memoria, la desorientación y la crisis de identidad, el amor, el análisis de la realidad- sin perder la capacidad de entretener, que se mantiene intacta.

El tiempo de la estupidez

Pese a que en el lenguaje común haya cuajado la expresión "a estas alturas del siglo XXI", el progreso aún no ha llegado a su momento más álgido. Prueba de ello es la manera tan rápida en que la estupidez está dejando de ser una cualidad reservada a los sectores más ridículos de la sociedad y se está convirtiendo, con una velocidad pasmante, en una expresión del buen gusto "a estas alturas del siglo XXI".
El ser humano ha luchado siempre para ser el más tonto del lugar, casi siempre compitiendo con los del resto de su especie por tener joyas más bonitas, coches más caros o la piel más morena. En estos últimos años, sin embargo, la estupidez, que se sirve de la ayuda inestimable de la televisión, se ha desviado y ha tomado caminos más peligrosos: en la actualidad la gente compite por ser el mayor putón, por tener más dientes rotos, por obtener el record más inútil o -como hacían Cela, Umbral y Fernán Gómez, el trío resplandor de la literatura española- por ser el más grosero o desagradable. Estas competencias estúpidas, que tenían lugar en las secciones televisivas dedicadas al entretenimiento, se han trasladado a las secciones tradicionalmente serias: los informativos. Resulta que, ahora, la mayor preocupación de los directores de los informativos nacionales es hacer atractiva aquella parte del telediario que duraba, cuando yo era pequeño, dos minutos y que comienza a alargarse de manera incomprensible y a llenarse de informaciones del todo innecesarias. Efectivamente, me estoy refiriendo al momento en que sale el tío/a del tiempo.
Hace unos años, se viviera donde se viviera, uno podía saber con un golpe de vista si al día siguiente tendría que llevar o no el paraguas. Eso se ha convertido en algo imposible. Cuando se escucha la musiquita del tiempo hay que estar dispuesto a ver las fotografías tan hermosas de la naturaleza que a Periquillo de los Palotes se le ha antojado enviar a la televisión, para hacer más agradable y estética esa sección que, tradicionalmente, tan somera y sosamente ha señalado si hace sol o si va a llover; después hay que estar dispuesto a recibir una clase magistral de un tipejo extraño, con aires de modernidad y actividad, que se empeña en definir la lluvia, la niebla o la tormenta; después salen dos o tres mapas con leyendas confusas y colores psicodélicos que hablan de la temperatura, la sensación térmica, la polinización y las costumbres sexuales de las abejas. Cuando ya quedan pocas ganas para seguir recibiendo información metereológica sobre vientos, mareas y terremotos, comenzamos a entender algo porque aparecen dibujitos de soles y nubes. Sin embargo, los andaluces estamos condenados a conocer la temperatura y el tiempo de todas las comunidades autónomas y de todas las provincias. Si hemos logrado salir de nuestro asombro, continuaremos esperando, diez minutos después, con el paraguas y las gafas de sol en la mano, qué debemos echar en la maleta para el viaje de mañana. Cuando parece que el tío del tiempo me va a decir a mí, que tanto llevo esperando, "felicidades, va a ser sol" o "no olvides el paraguas porque te vas a poner como una sopa" suena el teléfono, porque me llama jazztel, y me estropea todo el tiempo perdido, el tiempo de mi estupidez. Últimamente prefiero mil veces mojarme o pasar calor, es decir, soportar mi estupidez, que soportar diariamente el tiempo de la estupidez de los demás.

Big Fish, de Tim Burton

Como no soy especialista no pretendo hacer una crítica de cine, que, por otra parte, carece absolutamente de pertinencia, puesto que esta película estuvo en cartelera en el año 2003 y, si no estoy mal informado, hemos alcanzado ya el año 2010. Simplemente me gustaría compartir con vosotros algunas de las sensaciones que experimenté el otro día viéndola de nuevo.
Los seres humanos se dividen en dos grupos bien distintos: aquellos que han pensado, desde siempre, que están llamados a hacer grandes cosas; y aquellos otros que no aspiran a conseguir nada que se encuentre más allá de los límites precisos que establecen sus posibilidades. Los primeros reciben el nombre de fantasiosos y los segundos se ven marcados con el sanbenito del pragmatismo. Aunque ninguno de los dos extremos está bien visto socialmente, es indiscutible que uno prefiere tener antes en su familia a un pragmático que a un fantasioso. No hay ninguna razón científica; solo por pragmatismo: al fantasioso, con mucha frecuencia, hay que mantenerlo. Decía Ortega y Gasset que la distancia que separa el heroísmo del ridículo es la misma que existe entre el "ser" y el "creer que se es". Edward Bloom, el incansable contador de historias de Big Fish, sin duda alguna, era un pragmático fantasioso (¡vaya híbrido!) que sabía lo que era y dónde estaban sus límites. Era un pez grande atrapado en un estanque pequeño que, sin embargo, cuando abandona su sitio, se da cuenta de que, en realidad, no ha pensado ninguna gran aspiración. Va construyendo objetivos conforme se va topando con ellos: vencer a Goliat, conquistar a la mujer con la que se va a casar, resucitar Espectro y, su gran empeño, convencer a su hijo de que sabe cómo morirá.
Es este último el más entrañable de la película. Will, el pragmático oficial del film, detesta las mentiras que su padre ha inventado para embellecer una realidad que no es como la de sus cuentos: heroica, épica, de grandes hazañas. No obstante, el hijo descubre que tras la ficción urdida por Edward se pueden rastrear las huellas de la verdad. Edward ha hecho de su vida, y de la de su familia, una novela dividida en capítulos, con técnicas muy sofisticadas, en las que tienen cabida el leitmotiv de la bruja solterona, que es capaz de distorsionar el tiempo de la narración y la linealidad inexorable de la vida, el lirismo de historias absolutamente deslumbrantes (como la del iceberg o las moscas) o lo sobrenatural. Edward Bloom tenía pensado un final cerrado para su obra -el que vio en el ojo de la bruja- pero necesitaba un final para su vida. No se resignaba a morir prosaicamente y Will desempeña aquí un papel fundamental: inventa un final que se aproxima mucho al que de verdad ocurre.
Will -y el espectador- comprueba, al final de la película, que la ficción y la realidad están estrechamente vinculadas y que ninguna puede existir con independencia de la otra. Se dan cita todos los personajes, todas las personas, que han poblado, desde siempre, el mundo creado y vivido por Edward. La muerte de Edward Bloom es mucho más hermosa gracias a la ficción. La ficción ennoblece la muerte y mejora la vida.

La carne de gallina

LA COPLA

Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.

Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.

Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.

Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.

Cantares, Manuel Machado



Los que se pasan la vida entretenidos con el juego de las palabras luchan casi siempre por encontrar expresiones certeras para hablar del sentimiento del amor, del miedo, del fracaso... por encontrar, en definitiva una metáfora que perdure y que contenga los valores poéticos que descubrieron, por ejemplo, aquellos que se sentían atraídos por la magia de la luna. Borges, a quien tanto acusaron de repetirse, decía que sólo existen unas cuantas metáforas válidas y él, quizá, no inventaría ninguna. Hay poetas vanidosos, por el contrario, que se enorgullecen de componer sus versos asentándolos en una metáfora tras otra, que atribuyen su mérito a la oscuridad de sus poemas y que, a menudo, remueven el fondo para enturbiar las aguas. La naturalidad no va con ellos, el escribo como hablo de Valdés, tampoco. Prefieren denominarse escritores barroquizantes o intelectuales o, algo mucho peor, poetas para la élite, para la minoría. Habitualmente los ropajes ostentosos ocultan algún tipo de trampa.
Yo, que aún no sé si puedo llamarme poeta, ya estoy buscando un adjetivo calificativo, por si alguien, en una entrevista me pide que me defina. Para no decir ninguna tontería hay que tener una buena respuesta preparada. A veces me dan ganas de añadir "del silencio" y, después, callarme durante una temporada o para siempre, como hizo Rimbaud. Otras veces preferiría encuadrarme dentro del grupo de los "pictóricos", de manera que una buena fotografía disimule los errores métricos y lo insípido de los contenidos. Cuando estoy de buen humor me autodenominaría poeta "de la experiencia", aunque creo que todavía tengo muy poca y soy, a veces, tan inocente que me la dan con queso. En fin, que me planteo incluso, cuando no me sale nada, convertirme en un poeta oscuro de élite para la élite, pero para la élite élite, para muy poca gente, para prácticamente nadie, vamos para mí y algún otro incauto amigo mío que se crea las interpretaciones peregrinas que hago de mis propios poemas.
En realidad, me gustaría crear metáforas o comparaciones como las que no tienen autor conocido, como las que han dejado de pertenecer a un escritor y han pasado a formar parte del acervo popular. No sé a quién se le ocurriría, por primera vez, referirse al reflejo pilomotor como ponerse la carne de gallina, pero os aseguro que fue un verdadero genio de la poesía.

El valor de educar

"-¿Le basta a usted ver a un niño para suspenderlo? -decía el visitante, abriendo los brazos con ademán irónico de asombro admirativo.
Mairena contestaba, rojo de cólera y golpeando el suelo con el bastón:
- ¡Me basta ver a su padre!"
Antonio Machado, Juan de Mairena


Nunca he sido tan consciente como hoy del valor de educar. Generalmente los padres de los alumnos matriculados en un centro educativo se preocupan por los rendimientos académicos de sus hijos tres veces al año, más aquellas otras en que algún profesor, después de pelearse con teléfonos móviles desconectados o números inexistentes, logra concertar una cita para informarles de que sus hijos se dedican en clase a subirse a las mesas, cantar por Shakira o motejar a compañeros y profesores.

Afortunadamente la cosa está cambiando. Desde que se implantaron en los centros educativos el plan de puertas abiertas, a cualquiera se le permite el paso y los profesores reciben visitas muy agradables e inesperadas en los momentos más oportunos. Hoy por ejemplo hemos tenido la visita de un padre que había oído escandalizado, la tarde anterior, la narración de su hija. Había sufrido, la pobre mía, un emparedamiento cruel y del todo gratuito y un bochorno mayúsculo. Esta alumna había sido encerrada en un armario y, además, había sufrido las consecuencias nefastas de padecer en silencio, como las hemorroides, el informe contrario a las normas de convivencia -que todo tiene su nombre en la burocracia del absurdo- número sexto, pongamos por caso. El padre solicitaba, en bandeja de plata, la cabeza del profesor -que no se encontraba en el centro- para poder patearla, supongo, con mayor comodidad. Lo surrealista del caso es que las aulas del centro ni siquiera cuentan con armarios. Ya me gustaría a mí tener donde encerrarme cuando la cosa se pone fea.

Como decía, me he dado cuenta hoy del valor de educar cuando me he puesto en las carnes del profesor implicado y he imaginado la posible escena en la que tendría que justificarse ante un padre necio, cegado por su ira, y educarlo para que transmitiera algo de esa nueva educación adquirida a su hija, que está dando sus primeros pasos en el mundo de la falsedad, la falta de escrúpulos y la mala educación. A veces, en efecto, como decía Juan de Mairena, basta con ver al padre para saber cómo es -y como será- el hijo.

Esperando a Jazztel

El miércoles pasado, es decir, hace ya cuatro días, sonó el teléfono de mi casa a las tres de la tarde, y el localizador indicaba que me estaban llamando desde un número privado. No sé por qué extraña razón -pensaba quizá que me llamarían de El Corte Inglés o de mi banco para decirme que había sido agraciado con un coche o con un millón de euros- descolgué el auricular y pronuncié la fatídica palabra que ha desencadenado todo este sinvivir en el que vivo sin vivir en mí: "Dígame". Y tanto que me dijo. Era una señorita sudamericana, portavoza de Jazztel, que me decía, poco menos, que era estúpido por pagar más de lo que me cobrarían ellos por no sé qué producto. Como suelo hacer en estos casos en que no me dejan ni siquiera hablar para despedirme, tranquilamente retiré el auricular de mi oreja y volví a colocarlo en su posición inicial. Pensé que ahí había acabado todo. Sin embargo, la historia no había hecho más que empezar. El teléfono sonó cada dos o tres horas en los momentos más intempestivos del día. Mi reacción civilizada fue descolgar y colgar rápidamente cada vez que sonaba.



A las nueve y cuarto de la noche del día siguiente, un jueves largo de trabajo, contesté ya un tanto irritado. Mi sorpresa fue que preguntaban por la titular de la línea telefónica, que es mi mujer. Hablando lentamente, para volverme amable, le pedí el recado y amablemente Ricardo, un Jekyll sudamericano, me lo dio. Mr. Hyde apareció de pronto cuando le dije que no me interesaba lo más mínimo, que quería seguir tirando la casa por la ventana. Entre otras perlas tuve que soportar oir que no le importaba lo más mínimo mi opinión porque yo no era el titular de la cuenta y que tampoco le importaba estar llamando a mi casa porque no me llamaba a mí, aunque desgraciadamente fui yo quien contesté. Cuando terminó de decirme todo lo que le vino en gana me colgó con un rotundo, pero amable, buenas noches. El mundo al revés. Después, en frío, he intentado comprender -y no sé por qué, justificar- este enfado y supongo que el joven Ricardo pensaría que yo era uno de esos hombres machistas que quieren silenciar la voz de sus mujeres y decidir por ellas y, entonces, es normal que reaccionara de esa forma.

Entre los gritos del amable Ricardo atiné a rogarle que no volviera a llamar a mi casa porque, al fin y al cabo, también es mi casa aunque no sea el titular de ninguna línea telefónica. Por eso pensé que no volvería a llamar. Craso error. Continuaron llamando tantas veces como quisieron. La titular de la cuenta, que se resistía, se vio obligada a coger el teléfono, escuchar detenidamente la oferta y rechazarla amablemente. Todo sigue igual de todas maneras, siguen llamando y exigiéndonos que nos ahorremos unas perras.

Ante esta situación un tanto desesperada ya no sé que hacer. En fin, no deja de sonar el teléfono y, en casa, el ambiente está cada vez más enrarecido: cualquier sonido brusco nos sobresalta, cuando suenan nuestros móviles nos miramos asustados a los ojos... O sea, que he determinado -yo, que no soy el titular de la cuenta- cortar por lo sano, antes de que a la titular o a mí nos dé un ataque de nervios. Que, oye, bien pensado, nunca viene mal ahorrarse unos céntimos en este mes de enero, el mes más cruel, pese a lo que dijera Eliot, y, además, que no tengo por qué pagarle a telefónica más de lo que tendría que pagarle a jazztel. O sea, que nos mudamos a Jazztel, lo he decidido. El problema es que hace ya cinco horas que no suena el timbre y, como era un número privado, no sabemos donde llamar. Si alguien puede ayudarme...

El poeta

Hace poco alguien me dijo medio en serio medio en broma "poeta". Esto hizo que me planteara un asunto que no se me quita de la cabeza desde entonces y al que no paro de darle vueltas: ¿cuándo se convierte alguien en poeta? Vicente Aleixandre decía que la edad determinante para saber si uno es o no poeta es la de treinta años. Hasta entrar en la treintena cualquiera está enamorado y escribe poemas a su amada, normalmente, con perversas intenciones. Acabo de cumplir esa edad y he sentido cierta vanidad literaria porque todavía sigo escribiendo versos e incluso he creado un blog poético. Pero, claro, para continuar siendo poeta ha tenido que haber primero un momento crucial, un hito temporal que marcara un antes y un después, que señalara el punto exacto en que me convertí en poeta. Puedo decir el año, el mes, el día, y casi la hora en que me hice cristiano, en que fui bachiller, licenciado, doctor, en que me casé, en que me convertí en padre, en profesor... pero, ¿cuándo me hice poeta, si es que lo soy? Supongo que para ser poeta hay que escribir un libro pero, sobre todo, publicarlo; o ganar uno de esos premios literarios que tan difícil es conseguir... Lo cierto y verdad es que llevo desde mi más tierna adolescencia escribiendo versos y poemas y todavía no sé si puedo o no considerarme poeta. Los sonetos que escribí en mi adolescencia me provocan una gran vergüenza porque carecen de valor y de calidad. Los poemas que escribo ahora, creo, son mejores, aunque tal vez deba guardar, como decía el latino, mi obra en un cajón durante veinte años y, después, si aún sigue pareciéndome buena, intentar publicarla.

Visión de la realidad y relativismo posmoderno de Esteban Torre

El pan no es la harina. La harina es trigo. Pero el pan es aquello por lo que el trigo es trigo. Es aquello por lo que el trigo es trigo como harina
E. Torre


Hay algunos autores que tienen la rara capacidad de intuir de qué cosa es necesario hablar y sobre qué se puede hacer un estudio interesante. El profesor Esteban Torre, doctor en Medicina y Cirugía y en Filosofía y Letras, y Catedrático Emérito de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Sevilla, pertenece a ese grupo de escogidos que son capaces de simplificar -de aclarar- los temas más complejos. Cuando los estudios métricos parecían estancarse como consecuencia, precisamente, del relativismo posmoderno, Esteban Torre publicó su Métrica española comparada que daba cuenta de la naturaleza del verso español incluyéndolo en el sistema mayor de las lenguas europeas. Del mismo modo, restaba libertad a todos aquellos que hablaban demasiado apresuradamente del verso libre.

Visión de la realidad y relativismo posmoderno se publica este año para que el lector interesado sea capaz de comprender mejor qué es la posmodernidad y cuándo nace su característica principal: el relativismo. La virtud del libro radica en el hecho de que el profesor Esteban Torre acude directamente a las fuentes de la posmodernidad para llevar a cabo un análisis pormenorizado de las teorías más importantes (las de Popper, Kuhn, Feyerabend o Rorty) y de sus consecuencias.

Esas teorías iniciales se transforman, influidas tal vez por la crisis de valores de la sociedad moderna, en pretextos para la elaboración de sistemas de conocimiento que desvirtúan el espíritu y la intención de aquellos teóricos. La mirada irónica de Esteban Torre se enfrenta a esa tradición científica donde lo profundo debe ser oscuro y desvela las imposturas y las mistificaciones de algunos autores de prestigio (es éste, quizá, el capítulo del libro más crítico con la superchería pseudocientífica de la posmodernidad).

Frente al sistema de falsedades instituido por los teólogos posmodernos, el autor del libro defiende la importancia de la Estética y de los valores artísticos, por encima de modas y de épocas. Es cierto que es difícil señalar cuáles son esos valores, pero no debe ser, sin embargo, una excusa para no intentar, siquiera, aproximarse a la verdad estética e intelectual. Por esa razón, las últimas páginas del libro están dedicadas a mostrar el significado, y el valor literario, de algunos poemas de Quevedo y a hablar de la importancia de la traducción para que esos valores, que existen, no desaparezcan con la lengua original.

Esteban Torre, siguiendo el dictado de Machado, sale en este libro a buscar la Verdad aunque para ello tenga que enfrentarse, incluso, a filósofos ya institucionalizados. Cualquiera menos honesto científicamente habría disimulado su incapacidad para descifrar la siguiente cita con otras citas, también indescifrables: "La diferencia no es lo diverso. Lo diverso es dado. Pero la diferencia es aquello por lo que lo dado es dado. Es aquello por lo que lo dado es dado como diverso". El profesor Torre, en cambio, propone un "curioso ejercicio": sustituir la diferencia por el pan, lo diverso por la harina, y lo dado por el trigo. El resultado lo tienen ustedes al inicio de este artículo y demuestra que, a veces, lo oscuro no es profundo, sino simplemente inútil.