miércoles, 18 de diciembre de 2013

Cara lírica, de José Manuel Velázquez

          El trabajo del escritor es una tarea permanente de lucha contra el propio desánimo, contra la duda continua sobre el valor de los textos, una búsqueda constante de satisfacciones mínimas que permita continuar hacia adelante en ese camino incierto de la literatura. El desánimo en compañía es más llevadero y por eso disfruté tanto, el año pasado, cuando me invitaron a participar en un recital poético en la Cafetería San Fernando, frente al rectorado de la Universidad de Sevilla. Aquel encuentro fue doblemente grato: comprobé que el tiempo ha tratado muy bien a amigos y compañeros que no veía desde mis tiempos de estudiante; descubrí a un poeta magnífico al que ya estimaba mucho en mis años mozos, al polifacético José Manuel Velázquez.
          El poemario, editado muy bien por Endymion, me proporcionó momentos de emoción y de envidia mala y me propuse seriamente escribir una reseña o una invitación a la lectura -que es lo que estoy haciendo- en cuanto lo leí. Pero el tiempo es caprichoso y, como no tengo alma de periodista, fui dejando aparcado el asunto con la conciencia clara estar cometiendo una injusticia con el libro Cara lírica y con José Manuel Velázquez, ese entrañable cara lírico.
          Este primer libro de poemas del sevillano tiene un difícil encuadre porque responde por un lado a las características de la poesía de la experiencia, centrada en los acontecimientos cotidianos, y, por otro lado, utiliza el barroquismo en los sonetos y en las rimas. Podríamos decir que José Manuel Velázquez tiene mucho de Quevedo, por las ironías, por exprimir de las palabras los juegos conceptuales, por la capacidad de rimar cualquier cosa y salir airoso sin caer nunca en el ripio o en el mal gusto, por la utilización del registro coloquial. Como muestra, un botón de "Ramillete de fresca poesía", la primera parte del libro, el soneto "El don":

Qué campanudo el nombre con su don
delante. Más pujante que un Roldán
se estima quien lo ostenta -flaco Adán
con maletín y cuello de almidón-.

Dones que como comodín dan, don-
de fortuna los da, lo que no dan
talentos y latines.                               
                                 ¡Din don dan!
Qué campanudo el hombre con su don.

Y yo que me las doy de paladín;
de desatinos tales remendón,
aunque el guardián del público jardín
me mande al paredón por respondón,
declaro con didáctico desdén:
don redundón de nada... ¡Que te den!

          Pero Velázquez también es el Quevedo sentido y metafísico del Heráclito cristiano, el amante, el enamorado, el hombre sensible capaz de apreciar la poesía donde otros solo ven la vida y, entonces, partiendo de situaciones prosaicas y cotidianas -como el inmininte sacrificio de un pollo o como una tranquila sobremesa con una teleserie de fondo o como una película del oeste, con sus caballos y sus tiros, o como un perro que se debate entre saciar sus apetitos hambrunos o sexuales- es capaz de darles un giro sorpresivo y punzarnos con un pensamiento trascendente. Y es que José Manuel Velázquez oculta, bajo el humor y la ironía, los grandes temas de la literatura: el amor, la muerte, la frustración, la creación poética...
          La segunda parte del libro, "Cara lírica", es una manifestación de la impronta posmoderna que tiene el libro, el carácter metaliterario, la postura poética que adopta el autor frente a la vida y frente a su propia creación, la manera de entender la literatura y la labor del poeta. Podría pensarse que esta parte central es la menos atractiva del libro, porque se interesa por asuntos que solo importan al escritor en sus ratos de soledad y lucha entre papeles. Pero no es así, porque para José Manuel Velázquez la poesía es una forma de vida y el poeta es el encargado de reflexionar sobre la poesía y de pelearse con ella para ofrecerle al lector una explicación clara de sus propios sentimientos.  Y es que para el autor, el poeta de verdad debe ser empático, ser capaz de comprender al ser humano, de ponerle palabras a aquello que los demás se han limitado a sentir, frente al poeta tópico y rimbombante, engreído y arquetípico que tiene de poeta solo el nombre.
          En esta segunda parte asistimos al diálogo consigo mismo, al desaliento y a la necesidad de sobreponerse a él para seguir escribiendo porque es la única manera que tiene de vivir. Sirva como ejemplo este poema que me gusta mucho y que es un ejemplo evidente de lo que estoy diciendo: "Un poeta quizás":

un poeta pendiente de la palabra
un poeta que escucha más que dice
un poeta que compra el pan y el vino
un poeta que canta en la ducha que arregla
los enchufes que hace
las cosas que hace un hombre
un poeta que ama

un poeta que adora a los poetas
un poeta que odia a la chusma poética
un poeta que lee
un poeta que escribe
a cuestas con el amargo olvido en el que caen sus versos
un trágico poeta que no existe
un mentiroso un triste un caradura

un poeta sin premios
sin libros publicados
sin tertulia poética
un sin papeles de la poesía

un poeta quizás.
     
          En el poemario de José Manuel Velázquez, la tercera parte, "La mar de amor" se dedica a ese asunto, si bien de una manera particular porque, incluso cuando es correspondido, siempre aparece un toque de melancolía, de desdicha, de sufrimiento por la posibilidad de que el amor se convierta algún día en desamor y desengaño. Está hecho, por tanto, de migajas y el miedo a la ruptura, a la pérdida, a la soledad son temas recurrentes que campan con absoluta libertad por las páginas de Cara lírica.
          De cualquier forma, José Manuel Velázquez no puede evitar burlarse de todo, también de las relaciones amorosas, hasta cuando hacen daño. Se convierte en un perchero acompañando a su amada en unos grandes almacenes o en un novio pobre que admira con sorpresa los gustos caros de su amante o en un bailarín torpe que intenta conquistar a su pareja pisándole los pies. José Manuel Velázquez es capaz de construir un poema humorístico, hilarante y genial donde, para ser fiel a su costumbre de rimar en consonante, rima el nombre de su amada, que no podía llamarse de otro modo que Judit, con tit, narit, adalit, bit, fuit, petit, vit, Davit o bisturit. Es un poema, realmente, muy recomendable.
          No me gustaría que prevaleciera la impresión de que el autor de Cara lírica es uno de esas personas ingeniosas que abundan hoy en twitter, whatsapp y sitios peores, un Quevedo burlón y lenguaraz, sino más bien alguien que utiliza esos recursos para desarmarnos, hacerse con nuestra confianza y, cuando más desprevenidos estamos, hacernos partícipe de su particular visión del mundo, de la vida y la poesía. De esta última parte rescato el poema "El abandonado":

Hablo con el espejo
y las fotografías
y la bolsa del pan
sin pan
y la ducha y el espejo
-terrible es el espejo-
y nuestra olla exprés
y mi ropa arrugada
y las pelusas me preguntan
y también las calles y el paraguas
de aquel poema              
                                      caen
me preguntan por ti                                
                                                unas gotas de lluvia. 


          No sabía si Cara lírica se merecía una crítica o una reseña o esta cosa que bien podría llamarse invitación a la lectura. Estuve a punto de caer en uno de los pecados que no soporta el autor del libro: vivir de lo que otros mueren.

martes, 19 de noviembre de 2013

De huelgas y estudiantes

          Se ha convocado para mañana una huelga de estudiantes contra la última reforma educativa que se ha sacado de la manga el ministro Wert. Todas las leyes educativas de este país están abocadas al fracaso y suponen un rejón desmoralizante en las maltrechas espaldas de los docentes. Los maestros y los profesores saben que no existe la receta infalible contra el fracaso escolar o, mejor dicho, saben que no sirve para nada una receta política para mejorar un asunto exclusivamente educativo. Los dirigentes parecen empeñados en ganarse la aprobación de los padres -y su voto- a base de golpes de talón y de guiños igualitarios, de un lado, o a base de reglazos y de rigidez, de otro; y todos con la catetez que supone la luz deslumbrante y cegadora de las nuevas tecnologías y la Escuela 2.0 y estupideces por el estilo, como si los alumnos fueran programas operativos y los docentes tan hipócritas como los políticos.
          En los últimos tiempos los políticos se han empeñado no en mejorar la educación, sino en esconderla en el desván cuando llegan las visitas europeas, como si fuera una silla vieja de la que avergonzarse. Y al mismo tiempo han exigido a los docentes que se esfuercen no por mejorar la educación, sino por mejorar los resultados, utilizando para ello todo lo que se encuentra a disposición del sistema administrativo: el soborno de los planes de incentivos, el trabajo ingente, inútil y kafkiano impuesto por los diferentes servicios de inspección, el abandono ante las reclamaciones que se multiplican en las delegaciones y consejerías, la deslegitimación ante los padres, ante los hijos y ante la sociedad completa. De hecho, han aprovechado esa deslegitimación para bajarle el sueldo a un colectivo -el de los funcionarios- que se merece todo lo malo que le pase y de lo que la colectividad, en su fuero interno, se alegra, por una envidia malsana, muy española, hacia el que ha prosperado en la vida gracias a su esfuerzo y su trabajo y no gracias a un pelotazo que apesta casi siempre, desde lejos, a inmoralidad.
          Mañana los alumnos se ponen en huelga porque se proclaman contrarios a la nueva ley educativa y lo hacen, también, por desinformación y porque Vicente va adonde va la gente, y también, digámoslo claro, por falta de educación, de capacidad crítica, de responsabilidad, para quedarse durmiendo hasta más tarde y ahorrarse un día de profesores coñazo y de lecciones teóricas, hacen huelga porque la oposición habla de pobres y de ricos, como si de verdad les importara, y porque Wert es capaz de mentir sin que se le mueva una pestaña. Wert no se merece una huelga, se merece una destitución, pero eso no ocurrirá jamás en un país donde roban todos los que pueden y tapan todos los que lo saben. Y la educación española no se merece unos políticos sin escrúpulos que aprovechan todo para obtener el llamado rédito político. Es difícil hacer algo útil cuando lo realmente útil sería que en el Congreso de los Diputados, de una vez por todas, hablaran como personas de bien interesadas en el bienestar de España, y no como políticos, y sacaran adelante una ley que no fuera derogada en las próximas elecciones, cuando suba al poder el PSOE y se invente otra ley que será derogada en su momento por el PP y así hasta que logremos definitivamente que nadie sepa leer ni escribir, aunque acrediten su educación con títulos enmarcados y firmados por Su Majestad el Rey.  

domingo, 17 de noviembre de 2013

Un domingo por la tarde

      Creo que era en Ardor guerrero de Antonio Muñoz Molina donde el protagonista sufría un domingo de permiso de tiendas cerradas y calles sin gente, sin saber muy bien qué hacer, y hablaba de la imposibilidad de ser feliz un domingo por la tarde. Desde que leí aquella obra he tenido la sentencia precisa del ubetense como apoyo para explicarme este sentimiento de melancolía que me asalta muchas veces al atardecer. No hay una razón concreta, tan solo un abatimiento que va minando el espíritu hasta desparramarlo inexorablemente por todos los rincones del salón, obligándome a caminar como un alma en pena por mi propia casa, buscando por los rincones algún objeto, algún aliciente, que despierte de nuevo mi interés por la vida, por la acción, antes de rendirme a las sábanas y de entregarme a la esperanza vana de los lunes y del trabajo y de la vida cotidiana que incita a la actividad quizá un tanto irreflexiva.
      No sé si el conocimiento de esa imposibilidad de ser feliz un domingo por la tarde ha determinado muchas veces que me recate cuando los domingos no me afectan y disfruto de las tardes en los parques, con mis hijos corriendo y con las hojas cayendo lentamente a mis pies que las destrozan entre crujientes quejidos, como si fueran panes recién sacados del horno, o me encuentro envuelto en las palabras amigas de una charla fraternal, o en la lectura conocida de los libros que me gustan, o alargando el café con las palabras, o escribiendo como si no hubiera mañana y de verdad me ganara la vida a base de palabras. Esos días pienso en todos esos hombres que experimentan la imposibilidad de ser feliz un domingo por la tarde y me siento un poquito más triste. No sé si Muñoz Molina me hizo un favor explicándome cosas o me condenó a la melancolía dominguera.

viernes, 5 de julio de 2013

Estamos en contacto

Hace algún tiempo, cuando las redes sociales todavía no habían conseguido la carta de ciudadanía entre nosotros, alguien me regaló el dato sorprendente de que cualquier persona que me encontrara por la calle, cualquiera, por diferente que fuera a mí, por alejado que estuviera de mi mundo, compartía conmigo tres amigos. Aunque las estadísticas pueden fallar -y fallan siempre, por estadística-, aquello me tuvo entretenido algunos días, haciendo juegos malabares con las posibles combinaciones: a qué tres personas conoceríamos aquel mendigo que se sentaba cada día con su perro en la calle Sierpes a pedir unas monedas, quiénes serían los afortunados de conocerme a mí y a la dependiente que me sirvió el helado, con quiénes habría charlado, como yo, la chica que me miraba con una extraña expresión mientras me probaba los pantalones, ¿me metería en un lío si piropeaba a aquella morena espléndida o si me burlaba del zopenco del camarero?
Las redes sociales lo estropearon todo y borró la imaginación de nuestras vidas: antes de hacerme amigo de Pepito Pérez ya sé qué contactos compartimos e incluso puedo verlo junto con ellos en alguna que otra foto. Facebook ha acabado con la magia de un click rotundo y fulminante.

martes, 18 de junio de 2013

Antiguos compañeros

    Por razones de supervivencia, el ser humano se acostumbra y habitúa a vivir de una determinada manera: levantándose a las 7 de la mañana para dar clases en un instituto o a las 2 de la tarde después de haber estado de guardia en una farmacia o en un hospital o sirviendo copas; llevando a los niños al parque o al colegio o sacando al perro; cenando con la pareja o buscando parejas nuevas cada noche; viendo la televisión o leyendo o surfeando por internet.
    Estos hábitos, que no son más que eso, se transforman un buen día en una tela opaca que impide que la luz de lo diferente nos deslumbre y, en ese momento, esos hábitos dejan de serlo y se convierten en una necesidad o en una condena elegida hace tanto tiempo que olvidamos que la elegimos.
    Entonces, cuando más convencidos estamos de que las cosas no pueden ser de otra manera, ocurre algo que nos zarandea, nos sobrecoge y nos sume en un extraño sentimiento de nostalgia de lo que nunca hemos tenido, el anhelo de poder haber sido otra cosa.
    Hace unos días asistí a una cena de antiguos compañeros del colegio, a los que hacía veinte años que no veía o con los que hacía veinte años que no charlaba, para homenajear a nuestra maestra. Nos pusimos al día, comprobamos cómo el tiempo nos había tratado generosamente, por lo general, y descubrimos que seguíamos instalados en los 14 años, cerrando antiguas discusiones, antiguas historias de amor, viejas bromas, amables burlas. En esencia, éramos los mismos, seguíamos siendo igual de tímidos, de ingeniosos y espontáneos, de pícaros, de charlatanes, inquietos, cariñosos. En aquel ambiente tan agradable, bajo el cielo de junio, surgía una nota de nostalgia: ¿Cómo habrían sido nuestras vidas -mi vida- si hubiéramos alterado algunas de nuestras elecciones, si hubiéramos decidido declararnos o estudiar otra cosa o no estudiar, o ir hasta Mallorca en el viaje de fin de curso, o, simplemente, mantener un contacto más estrecho y cotidiano con aquellas personas que tanto nos influyeron en la infancia?
    Se puede vivir complacido en el presente, a gusto con lo que somos, felices con la vida que tenemos, pero la melancolía sabe tocar siempre los resortes necesarios para hacernos pensar en el otro que podríamos haber llegado a ser si, en un momento cualquiera del camino, hubiéramos tomado otra vereda, otro sendero.

viernes, 7 de junio de 2013

Invitación Presentación Mañana será nada







El próximo martes 11 de junio se presentará en la Casa de la Cultura de Los Palacios y Villafranca, a las 20.30

Vine a llevarme la vida por delante

Como todos los jóvenes vine a llevarme la vida por delante. Después de que el tiempo me alcanzara y el sentimiento de pérdida se convirtiera en una constante en mi vida, las metas han sido cada vez menos pretenciosas. Ya me conformo no con obtener los resultados esperados, sino con disfrutar mientras lo intento; no con saborear el triunfo en aquello que me propongo, sino con compartir con quien me quiere las mieles de la posible victoria. He descubierto, poco a poco, que lo que realmente me emociona y me satisface son los amigos que conservo desde la adolescencia y que esconden todavía en sus gestos la ingenuidad de quien no ha sido atravesado aún por la desdicha de la temporalidad. Lo que realmente despierta mi gratitud es la amistad que se va forjando de manera desinteresada entre gentes muy distintas, que son capaces de actuar de manera generosa y de aliviar el desamparo al que está condenada la estirpe humana. Como todos los jóvenes vine a llevarme la vida por delante. Conforme pasa el tiempo, sin embargo, me basta únicamente con evitar que la vida me lleve por delante.